Texto por Daniel Zaíd @perdidoenbici
Fotos por Karla Robles @karlatrobles y Daniel Zaíd
Moab, en los Estados Unidos, es una ciudad conocida como uno de los destinos soñados para los practicantes de bicicleta de montaña. Con sus más de 250 kilómetros de senderos localizados en la zona aledaña, esta ciudad es una Meca del “mountain bike”, o mtb, a nivel mundial. Se ubica en Utah, un estado que cuenta con una geografía impresionante y cuyo nombre probablemente evoque en la mente de usted, que lee esto, paisajes desérticos con monumentos de piedra color rojo y anaranjado; pues Moab se encuentra justo en medio de esta zona.
En abril pasado, Karla y yo estábamos manejando por Utah y decidimos visitar a nuestro amigo Will que vive en Moab, al que conocimos durante nuestra travesía por la Baja Divide en 2020. Traíamos cada quien una bici a bordo, y teníamos la disposición de pedalear en este lugar tan interesante. Nuestra pregunta era, ¿qué pueden hacer dos ciclistas no-de montaña en un lugar como este? A pesar de que abundan las opciones para rentar bicicletas con suspensión, de poco nos servirían porque sería como darle una herramienta a alguien que no sabe usarla: quien sabe utilizarla tiene la certeza de que le hará la vida más fácil, y quien no sabe puede terminar lastimándose. Así que le preguntamos a nuestro amigo Will qué podíamos hacer con nuestras habilidades y nuestras bicicletas rígidas, es decir, sin suspensión.
Afortunadamente, alrededor de Moab hay también una variedad de caminos de terracería que suelen ser el espacio de recreación para distintos tipos de vehículos motorizados todo terreno y que también pueden ser transitados en bicicleta. Tras escuchar las recomendaciones de Will, decidimos ir al Área de Recreación Sand Flats, al este de la ciudad, porque nos permitiría hacer una ruta de ida y vuelta, dejándonos la libertad de decidir en qué punto volver por donde veníamos.
La ciudad está al fondo de un cañón lo cual significa que hay que subir para ir casi a cualquier lado. A bordo de nuestro carrito March que tomamos prestado temporalmente, tomamos una subida muy inclinada y nos unimos a una fila de vehículos de doble tracción; debió haber sido una imagen divertida ver a un Marchito en medio de una hilera de Jeeps de varios colores. Llegamos al estacionamiento, donde otras personas verificaban cambios, frenos y suspensiones de sus bicicletas antes de adentrarse en los senderos. Karla bajó su Salsa Marrakesh, una bici viajera de carretera con habilidades de terracería, y yo una Specialized Stumpjumper M2 de 1994, la mamá de las Stumpjumper de hoy que tienen doble suspensión, que yo he modificado y de la cual hablaré a detalle en una publicación próxima. Nos abrochamos nuestro casco a la cabeza, cámara a la espalda, chanclas a los pies, y empezamos a rodar.
Tomamos un camino de terracería donde circulaban carros y motos que nos pasaban de manera respetuosa, aunque les era inevitable dejarnos en una nube de tierra. Íbamos lenta pero constantemente ganando elevación ya que este camino lleva hacia la cordillera de La Sal, cuyos picos cubiertos por la nieve se hacían cada vez más visibles en el horizonte.
El camino serpenteaba entre rocas cuya clasificación ignoro y no tengo tiempo de averiguar porque quiero estar rodando para cuando este artículo sea publicado, pero pueden ser apreciadas en las fotos. Después de un buen rato de pedalear de subida, nos hicimos sombra bajo un árbol chaparrito y lonchamos mientras les echábamos porras a los demás ciclistas que pasaban, luego pedaleamos otro ratito y nos detuvimos cuando consideramos que era la hora adecuada para volver.
Justo donde paramos había un letrero que marcaba el inicio de un sendero de bici de montaña, y nos acercamos a ver. El sendero, llamado Falcon Flow Trail, decía tener una longitud de 8.7 km y una clasificación de dificultad marcada con un cuadrito azul, que yo no sabía qué significaba pero definitivamente se veía menos intimidante que un rombo negro, o tres de ellos, que habíamos visto en otros senderos; la curiosidad me hizo cosquillas, y decidí asomarme.
Caminé por el sendero unos cien metros y vi que era una línea angosta zigzagueante que corría al lado de un cañón, pero sin obstáculos naturales ni construidos, así que volví y le dije a Karla, que ya desde antes me estaba alentando a que lo intentara, que lo iba a hacer; en el peor de los casos, serían ocho kilómetros de una linda caminata. Pensé en mis amigos montañeros, quienes no me perdonarían por al menos intentar, siendo que estaba en la misma Meca del ciclismo de montaña, y con lo que técnicamente es una bici de montaña. Karla bajaría por el camino donde veníamos, y nos encontraríamos de nuevo en la salida del sendero.
El paseo comenzó bastante fluido, al ser básicamente un sendero de bajada. Me detuve y bajé el asiento para poder echar el trasero hacia atrás y le saqué aire a mis llantas, sobre todo a la frontal, lo cual probó mejorar el control del manejo y la tracción, además de ser recordatorio de que hasta las bicis rígidas tienen suspensión: se encuentra en el aire dentro de las llantas, y con mis llantas siendo de 2.25 pulgadas de ancho, les cabe bastante aire. Estaba agarrándole el rollo a esto del singletrack cuando oigo mi nombre viniendo del aire.
Me detengo y veo a Karla, chiquita en el horizonte a mi izquierda, viéndome desde arriba de una piedra. “¿Cómo me veo?”, le grité. “¡Épico!”, me respondió. Con la motivación de quien quiere impresionar a la que le gusta, remonté la bici y traté de verme lo más veloz y fluido posible, hasta que una gran roca me hizo detenerme y evaluar si valía la pena sacrificar la dentadura por quedar bien. Y como no hay vergüenza en bajarse y caminar, lo hice las veces que fue necesario, aunque sí hubo segmentos que intenté más de una vez hasta que me salieron bien, pero siempre anteponiendo mi seguridad.
Tras aproximadamente una hora de no dejar de sonreír, vi el estacionamiento que marcaba el final del sendero, y también vi a Karla con la cámara lista: era hora de brillar. Solté los frenos para los últimos metros de descenso y apenas la libré sobre un pequeño parche rocoso que sacó de mi bici el traqueteo de cadena típico de los desviadores sin clutch.
Poco antes de mi iba un señor en una bici de doble suspensión, que se acercó y le dijo a Karla que admiraba que yo hiciera ese sendero en una bici como la mía, luego me dijo que probara la suya. Me subí y viajé 30 años en el tiempo: la geometría me colocó por encima de la llanta trasera, el manubrio tenía múltiples palancas, una de las cuales subía y bajaba el asiento sin tener que bajarse y hacerlo manualmente; la bici se movía arriba y abajo según el terreno, la suspensión se encargaba de mis malas elecciones de línea, y el freno hidráulico casi me lanza por sobre el manubrio. Le devolví la bici a su dueño y le dije que prefería no acostumbrarme a esa tecnología.
Mientras Karla y yo intercambiábamos historias de nuestra última hora, vimos que el señor le contaba a unas personas sobre mi “hazaña”, y después a su esposa, quien lo esperaba en una camioneta. Realmente no hice gran cosa, como he dicho, yo no practico ciclismo de montaña y lo que hice no es para sorprender a nadie, pero usé lo que tenía disponible para aprovechar una oportunidad única, y me divertí mucho en el proceso. ¡No será la última vez!
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