Esta es la primera de una serie de tres partes.
Texto y fotos por Melissa Purata @melirata
Esta vez fue diferente: nunca había empezado y terminado un cicloviaje desde la puerta de mi casa. Nico y yo habíamos planeado desde pocas semanas antes una posible ruta para hacer bikepacking durante las vacaciones de Semana Santa. Iríamos a visitar la casa de mis papás, en Coatepec, Veracruz, por lo que redescubrir el lugar en donde nací y crecí sonaba realmente emocionante…excepto para mi mamá, que juraba que la zona era realmente peligrosa (porque lo ha sido).
Las posibilidades eran muchísimas: que si hacia Naolinco o hacia Xico, que si montañas o la playa. Si algo quedaba claro, es que caminos no iban a faltar (o eso creíamos). Definimos que subiríamos hacia el Cofre de Perote por un camino bien conocido y bastante recorrido por ciclistas de la región, de hecho, alguna vez ya Nico lo había hecho a modo de entrenamiento. Lo que venía después era lo que habíamos estado estudiando y no teníamos del todo claro; lo que era seguro, era que sería un viaje corto (3-4 días) y que buscaríamos documentarlo y registrarlo bien para poder compartirlo.
La noche anterior alistamos las bicis, las provisiones (dátiles y chocolate) y dejamos todo armado en el comedor. A la mañana siguiente nos despedimos de mi mamá y de los perritos y ahí mismo empezaba la aventura: curiosa sensación esa de agarrar las bicis y apenas subiéndote al asiento ya estar en modo turista, incluso aún en ese patio de toda la vida. Esos kilómetros que he recorrido incontables veces no eran en realidad los mismos de siempre, se veían diferentes. Sin embargo, no era el paisaje o el camino lo que había cambiado, sino mi manera de verlos.
Siempre me he sabido afortunada por haber nacido y crecido en ese lugar tan verde y lleno de agua, pero nunca me había dado el tiempo de observarlo y apreciarlo con ojos de turista o visitante; de quien aún no conoce y se maravilla con cada detalle; de quien ve por primera vez cómo corre el agua del río Pixquiac y el imponente tamaño de las Hayas que lo vigilan desde sus orillas. Hicimos intencionalmente ese camino que en la pandemia recorrimos tantas veces por lo lindo que es: atraviesas toda la colonia, una cerca, unos pocos cientos de metros de una vereda y llegas a la poza (aunque ahora con poco agua por ser época de secas).
Después de la poza viene pedalear un poco más, atravesando otras 3 cercas para ganado (de esas que te dejan un espacio pequeño para cruzar como humane, pero que hay que malabarear si llevas una bici cargada), hasta llegar a la carreterita que te conecta con la zona de Rancho Viejo. En esa vereda se puede ver hasta el Cofre, una vista común si eres de la región, muy linda si eres visitante y muy emocionante si es hacia donde planeas llegar ese mismo día.
Ahí empiezan las subidas y al ser pavimento rodeado de parches de pastizales con vacas o sembradíos, también el bochorno. El camino que tomaríamos ya lo conocíamos, como dije anteriormente, sólo que habían cambiado unas cosas desde la última vez que lo habíamos recorrido: lo pavimentaron todo. Esto era más cómodo para rodar, pero al ser pavimento blanco y estar todo mochado de las orillas, también cansaba los ojos. Las subidonas matonas se dejaron caer en esa parte y a los 11 km de haber iniciado ya habíamos subido 500 m (poco menos de ¼ de lo que nos esperaba ese día). La cosa, es que con las subidonas también vienen las vistonas… sólo hay que tener cuidado porque los alambres, por más pinchurrientos que se vean, sí traen carga para que el ganado no se vaya (pregúntenle a Nico lo bonito que se siente).
El pavimento acaba pasando El Zapotal, lugar donde pudimos comernos unos plátanos y quesadillas, además de chismear con una señora local sobre la seguridad: “Hace más de dos años que no pasa nada…el pavimento recién lo acabaron hace 1 mes, así que ya veremos si con él sube la gente mala o si simplemente sirve para que sean más rápidos los mandados”. Esa zona se ganó su fama de insegura cuando hace ya algunos años, la gente mala de la región aprovechaba lo cerca y a la vez poco accesible del camino, para hacer cosas que no mencionaré en este relato, pero por las que Veracruz es un estado famoso.
Como decía, apenas acabando El Zapotal empieza la terracería y las subidas son una constante. Poco a poco quedan atrás los pastizales, la caña y los remanentes de bosque mesófilo y empiezas a rodar por un camino rojizo rodeado de un gran bosque. Los siguientes pocos kilómetros va cambiando el paisaje, pues aunque la distancia sea corta, hay mucha ganancia en altitud. Créanme que las piernas comienzan a pesar cuando se pasan los 1,500 m de ascenso ganado y la pancita reclama pan dulce. Aún así, vale la pena cada metro de oler el bosque, ver la repentina neblina y sólo escuchar cómo crujen las hojas y ramas al pasarles encima. Hay zonas que la vista al Cofre es hermosa, aunque esta vez no podré mostrárselas porque estaba rodeado de nubes (tendrán que imaginársela o hacerla y verla con sus propios ojos).
Durante el camino es posible reabastecerse de agua en algunos “poblados” (entre comillas porque se componen de una pequeña capilla y unas 3-6 casas), donde la gente es sumamente amable y le da gusto verte por ahí. Nuestra primera gran parada, casi para terminar de subir, era Tembladeras, una localidad más grande donde esperábamos encontrar pan dulce. A medida que te acercas a ella, el paisaje se ve más intervenido, pues vas rodando entre campos de papa y avena; sembradíos más comunes de la región. Las orillas que separan las cosechas del camino se llenan de florecitas silvestres amarillas y, al estar por ahí de 3100 msnm, el aire se vuelve un poquito menos fácil de respirar. En Tembladeras no conseguimos pan dulce, a pesar de que nos llevaron a la casa en donde se hace, peeero, ¡pudimos hacernos de unas palanquetas sin empaque y unas frutas! Azúcar para el corazón. <3
Todavía nos faltaban unos 5 km para llegar a El Conejo y de ahí otros 2 para el Centro Recreativo donde dormiríamos, eso sí, ya eran menos metros de desnivel (faltaban unos 250-300 más y ya). El camino que conecta ambas localidades (Tembladeras – El Conejo) es una terracería boscosa por partes y pelona/cultivada por otras. La ventaja de las zonas en donde está pelada, es que puedes ver muy claramente cómo la neblina va subiendo y pasa entre los árboles. Se hace muy evidente el efecto de la nube orográfica: aire cálido y húmedo de la costa es empujado hacia las montañas, al subir por sus laderas va condensándose y dando lugar a esa romántica neblina que observamos por un rato.
Llegando a El Conejo ya teníamos mucha hambre y no sólo eso, al ser la puerta al mismísimo Cofre de Perote, era ahí o sólo ahí para encontrar la comida de ese momento, la noche y la mañana siguiente. Primero preguntamos a unos pequeños niños que se acercaron a curiosear nuestras bicis y platicar con nosotros: “Uuuy no, aquí nadie vende comida”, dijo el más grande, que fue interrumpido por el chico que agregó “Bueno, sí, doña Lupe vende elotes y esquites… pero sólo los fines y hoy es martes.” Teníamos esperanza de que al ser niños no estuvieran realmente enterados de la situación culinaria-alimenticia del pueblo, así que seguimos con nuestra investigación. “No, aquí sólo los fines y nadie vende comida”, esas fueron las palabras de nuestra siguiente entrevistada, una joven que se encontraba barriendo las afueras de su tienda. En lo que pensábamos qué hacer, un caminante se acercó a preguntarnos de dónde veníamos y no perdió la oportunidad de hacernos una recomendación “Aquí no hay puestos ahorita, pero ayer nosotros andábamos buscando y por allá, pasando el puente, una señora de una casa nos preparó de comer”. ¿Qué hicimos? Cruzar el puente y buscar la casa; seña particular que nos dijo el caminante: la casa tenía una chimenea; el problema: todas las casas tenían chimenea. Para mi suerte, Nico es un chismoso y glotón de primera y alcanzó a ver dos pilas de tortillas asomadas por una ventana. Así fue como conseguimos que Anayelli nos preparara unos huevos revueltos, nos dejara comer de sus deliciosas tortillas hechas al momento en su fogón.
Platicamos un rato con Anayelli, nos contó que como no hay nieve, no hay turismo y como no hay turismo no hay puestos. Después de comer incontables tortillas, procedimos a regresar a la tienda y comprar el resto de las provisiones: fruta, verdura y pan dulce. Empacamos y nos preparamos para la última parte: dos km de subida por un camino empedrado.
Llegamos al Centro Recreativo el Conejo: 40 km y 2,200 m de desnivel después. Gritamos el nombre de Don Remigio, el cuidador que nos dijeron por teléfono que nos atendería y a quien debíamos pagarle los $160 por nuestra estancia esa noche. Tardó en aparecer y cuando lo hizo, estaba acompañado de dos simpáticos perritos: “Instálense ahora sí que donde quieran, al cabo que hoy ni hay nadie más. En los baños hay agua, pero sólo si se quieren congelar”. Elegimos el lugar para nuestra tienda, preparamos las cosas, aprovechamos el agua helada para limpiarnos la cara, manos y patas polvosas. Desde ese lugar se veía asomarse entre los árboles el mismísimo Cofre de Perote, nuestro primer destino del día siguiente.
Nos acostamos con el cuerpo cansado pero sumamente emocionados y orgullosos de ese primer día: los paisajes hermosos, la subida complicada, pero realizable y si no, con lugares para acampar en el inter y, sobretodo, la certeza de que el ambiente es tranquilo y todo el tiempo nos sentimos seguros.
Externamos lo satisfechos que estábamos y lo emocionados por lo que venía, todo pintaba que sería una ruta que podríamos compartir para que más gente conociera en bici las maravillas del centro de Veracruz… ¡pobres diablos! No sabíamos la que nos esperaba el día siguiente, pero eso ya no cabe acá, en este capítulo I sobre nuestro recorrido; será en el capítulo II donde les cuente un poco sobre la novatada cuando inauguraríamos nuestro viaje de bikehiking y dejaríamos atrás la comodidad de usar la bici como vehículo. Acabo por hoy. Gracias por la compañía y nos leemos pronto.
Hasta aquí me parece envidiable su experiencia, bicicletas de montaña caminos y paisajes bellos y buena compañía . ¡Qué afortunados!
Ahhh que rico acostarse en esos paisajes. Me imaginé el desayuno con un montón de tortillas, queé deliciaaaa, siempre afortunadas de ser amadas por la gente local en lugares tan remotos 🙂
saludos :*