Esta es la segunda de tres partes, puedes encontrar la primera acá.
Texto y fotos por Melissa Purata @melirata
Para nuestra sorpresa, la noche estuvo menos fresca de lo que imaginábamos. Dormimos de corrido con las barrigas rellenas de pan dulce y jitomate y, definitivamente, no nos levantamos a las 6 am (como habíamos sugerido). Esperamos a que saliera el primer rayito de sol para salir de nuestras capas de oruga (sacos de dormir) y abrir la ventana para ver la mañana. Ya afuera los pajaritos tenían una parranda y se escuchaba el viento entre los pinos.
Empacamos las cosas y nos comimos las piezas de pan dulce que nos quedaban, un plátano y medio, un jitomate y a empezar a rodar. La tarde anterior decidimos no cargar mucha comida porque pronto podríamos reabastecer en algún pueblo (JAJA, no). Lo que venía eran unos 8 km de puritita subida: unos 800 m de desnivel para llegar a la Peña. En la primera gran curva cerrada pudimos ver directito hacia nuestro destino: El Cofre.
La primera mitad de esa subida son curvas muy pronunciadas. En una de ellas recargué mi bici sobre unos pastos y me subí un poquito para sacar una foto. Todo el camino es empedrado, por lo que hay que encontrar una buena línea en la orillita, bajarle la presión a las llantas o aceptar la rebotija. De vez en cuando toca tener la Peña de frente… no sé si eso te hace sentir motivada o no, porque siempre se ve a la misma distancia. Eso sí, tan siquiera tienes el objetivo presente.
Ese tramo lo iniciamos por ahí de los 3,200 msnm, por lo que cada km avanzado, el aire se iba volviendo más pesadito: de vez en cuando cae bien una paradita para ver hacia delante y respirar profundo. Por suerte, las piernas ya calientes funcionan en una mancuerna casi perfecta con la bici, empujando nuestros cuerpos como tanquecitos 4×4. Las curvas son una constante y el empedrado también, lo que cambia es que a poca distancia de la Peña, el camino está completamente destruido cada tanto, chance para evitar que suban muchos coches.
Los últimos centenares de metros se pone todavía más empinado, así que es posible detenerse (a veces más allá de posible es necesario) y voltear hacia atrás para ver la vista hacia las faldas y el camino que ya se ha recorrido. A esa distancia ya la Peña y sus antenas se ven como una meta alcanzable dentro de poco, sólo es cuestión de seguir pedaleando.
Y así, con paciencia y girando los piñones, sobrepasamos los 4,000 msnm y nos sentamos a un lado de la Peña a ver la vista y comer dátiles con chocolate para celebrar nuestra primera conquista del día. Creíamos que sería la más difícil, solo porque no sabíamos lo que nos esperaba. Después de estar ahí un rato y aprovechar la señal de celular para avisar que todo iba bien, decidimos seguir con el plan: bajaríamos hacia la laguna de Tilapa, echaríamos ahí un descansito y luego rodaríamos hacia un pueblito llamado La Toma para conectar con los Altos y comer algo ahí. Comenzamos a rodar primero de bajada unos pocos cientos de metros y luego una última subida. En esa última cumbre esperábamos identificar un sendero hacia la laguna, porque eso sí, estábamos seguros que habría uno porque mucha gente hace caminatas y acampa ahí.
Nico llegó primero que yo a la zona donde supusimos que habría un sendero: “mira, aquí se ve un camino” me dijo… lo dudé, pero ñeeh, pues ya estábamos ahí, ¿qué podía salir mal? Avanzamos un poquito más y pudimos ver que el “senderito” tenía cada tanto una roquita pintada de amarillo con rosa, así que decidimos fluir con él y dejarnos guiar al 100%. No habían pasado ni 300 m y ya empezaba una bajada de lajas de roca medio sueltas en la que había que cargar las bicis. No tan lejos se veía perfectamente definida la laguna de Tilapa, por lo que estábamos seguros que llegaríamos.
Sí, la laguna se veía cada vez más cerca(ish) y había dos cosas 100% seguras sobre el sendero: 1) nos llevaría a la laguna y 2) no era bikefriendly. La segunda pudimos corroborarla cuando después de andar jugando a “adivina si es pasto o brecha cortafuegos camuflada”, en el camino apareció una bajada un poquito extrema (dadas nuestras condiciones), en la que tenías que agarrarte de un tubo metálico clavado en la roca para no resbalarte por la pendiente. Eso sí, la bajada no era larga y poco después venía… más bajada empinada, pero ahora sin rocas y en medio de los árboles. Ahí no dolía el sentón porque el sustrato estaba blandito.
Después de un ratillo más de adivinar si es rodable o si es un hoyo e intentar maniobrar por los senderillos zigzagueantes que se forman entre los que sí son pastos: la encontramos. Fue aproximadamente hora y media de bicicaminata (o bien, bikehiking) para recorrer unos 2 km, ¡pero ahí estaba! Frente a nuestras bicis e irradiando la calma que solo el agua y el bosque conocen. Nos sentamos en unos tronquitos a la orilla de la laguna a disfrutar el momento y expresamente lo dijimos: “está bien, puede mejorar, pero es realizable” y “sí, sólo hay que indicar que hay una sección que no es rodable y ya, que cada quién decida si la hace o no la hace”. Claramente no estábamos enterados que esa sólo era la bienvenida a nuestra novatada oficial, pero no se preocupen, no tardamos mucho en descubrirlo.
Lo que seguía era rodar hasta toparnos con un senderito que habíamos visto en la aplicación de mapas que usamos. Estaba marcado con línea punteada, lo que en nuestra experiencia de la Baja Divide significaba que era transitable, muy probablemente terracería dura… pero transitable. Avanzamos hasta verlo: definitivamente no era rodable, por lo menos no lo que alcanzábamos a ver y créanme que veíamos bastante. Ok, 2 km habían sido tolerables, ¿pero cuántos más? Llevábamos un rato sin señal y yo estaba muy presionada porque ya casi era la hora a la que habíamos calculado que estaríamos bajando a La Toma y sabía que mi mamá estaría sentada arrancándose las cejas del estrés, creando escenarios de terror en su cabeza y a un botón de reportarnos como desaparecidos (¿o no, mamá?). Así que nos detuvimos a pensar: subir lo que ya habíamos bajado, empujando la bici por lajas de roca definitivamente no era tentador…hacer otras horas de bikehiking de bajada hasta conectar con el camino blanco que podíamos ver en el mapa parecía lo más prudente. Así que nos sentamos a esperar que se mandara un mensaje de “TODO OK” desde el GPS que traemos con nosotros y a agarrar fuerzas.
Para no hacerles el cuento largo (ajá, aún más): fueron 5 horas y 8 km de sendero dificultad media para CAMINANTES, lo que puede traducirse como dificultad TORTURA para cicloviajeros… o más bien, ciclocaminantes. Les dejo algunas fotos que de ninguna manera le hacen justicia a lo que se sintió cargar la bici con hambre por tantas horas: pasamos por arriba y por debajo de troncos, brincamos riachuelos y rocas y hubieron muuuchas subiditas y bajaditas. Los caminos más “rodables” estaban sumamente degradados por el uso de motos (talamontes y bandita motoneta, pues), así que ni ahí podíamos rodar.
Y emocionalmente, bueno, fue una montaña rusa: emoción, frustración, enojo, cansancio, risa y autocompasión (por ser tan inocentes y creer que así nomás iba a salir todo a la primera).
Eso sí, el camino representado por una línea blanca se veía cada vez más cerca… ese nos conectaría directamente con La Toma y acabaría la intensa sesión de bikehiking. Le teníamos tanta fe…hasta que nos fuimos acercando y dando cuenta que ¿por qué habría ahí un buen camino? Y sobre todo, si veníamos de un “senderito” así, pues no podíamos esperar mucho más del camino. ¿Creen que estábamos siendo pesimistas o que era lo que tocaba? Spoiler alert: tocaba. Por fin salimos de abajo del dosel para aterrizar en un plantío de papa y ver lo que alguna vez fue nuestro camino de ensueño: una vereda con las rocas más inmensas y unas canaletas sumamente profundas por la erosión del agua que baja. A veces rodable (unos 10-20 m), la mayoría del tiempo no.
¡¡Pero llegamos!! Civilización. Gallinas corriendo. Casas de tabique. Camino rodable. Nos subimos a la bici y rodamos unos pocos km de La Toma (un pueblo muy chiquito) a Los Altos (otro pueblo chiquito, pero no taaan chiquito). La siguiente misión era encontrar comida (ya saben, sin carne y sin empaque). Parecía que era la primera vez que veían a un par de güeros zopencos andando en bicicleta: la gente se detenía sólo para vernos pasar y algunes niñes sacaban a relucir sus clases de inglés: “Goooodbyeee, güeros!!”. Encontrar comida fue un ir y venir, resulta que como no es un pueblo que alguna vez en el año tenga turismo, pues tampoco le interesa tener restaurantes o fonditas durante la semana (ya saben, sólo plátanos fritos y garnachas el fin… pero era pleno miércoles). Una señora se apiadó de nosotros (como siempre las señoras salvando a la banda hambrienta) y nos cocinó y otra más nos vio vagando y salió de su casita a regalarnos fruta. Las amamos, señoras.
Después de recargar el tanque y chismear sobre el pueblo, no tardamos en levantarnos y volver a treparnos sobre las bicis. Aún no sabíamos dónde dormiríamos, pero en Los Altos no sería. Lo que siguieron fueron 11 km de una terracería linda y a gusto (se sentía como el cielo después de toda la ciclocaminata) con vista a las faldas del Cofre, que de pronto se adentró en un bosque que el ejido Monte Grande maneja y cuida.
Llegamos a un punto que el camino se bifurcaba: por un lado podríamos ir a “Los Laureles”, lugar que habíamos pensado como posible sitio de acampada y en Los Altos nos habían dicho que era seguro… pero era de subida; por el otro venían muchas pequeñas comunidades desconocidas (en ocasiones de 1-2 casas), pero sobre el camino que al día siguiente nos llevaría de regreso a casa (de bajada). Creo que la elección era obvia: no subiríamos un metro más. Comenzamos a rodar y apenas acabó el bosque, apareció una pequeña localidad llamada “El Carrizal”. No eran tantas casas, pero todas tenían frente hacia la calle que atraviesa, así que era laaarga.
Nos paramos justo antes de un tope para decidir qué hacer y de la casa de enfrente pudimos ver cómo mujeres se asomaban por la puerta para ver qué queríamos. Entonces les preguntamos si habría por ahí algún sitio o terreno en donde pudiéramos instalarnos para dormir y, de nuevo una señora chida, Doña Angélica, dueña de la casa y mamá de las otras tres chavas que estaban ahí, nos dijo que nos quedáramos en su patio. Y así fue.
Y de pronto, cuando estábamos con ellas y Don Adrián, esposo y papá, en su cocina tomando té caliente y platicando de la región, vimos que todo valió el esfuerzo, que la ciclocaminata nos dio de golpes y fue una dura novatada, pero que el viaje sigue y que aunque el terreno se ponga difícil, la gente y los paisajes SIEMPRE valen el esfuerzo.
Para despedirme les dejo a la cabra que durmió a nuestro lado y robó mi corazón.
Gracias por leer y próximamente les cuento el final del viaje y del paraíso tropical que puede ser Veracruz, en el tercer y último capítulo de esta mini serie. <3
Me encantó esta segunda parte. Me gusta el estilo de narrar que estás desarrollando, no deja de generar sonrisas .Las fotos muy padres, muy buen rato pase leyendo sus aventuras. Gracias por compartir, quedo con muchas ganas de seguir la última parte de esta aventura. Abrazo a la distancia !
Tendremos la tercera parte próximamente, Melissa está dándole una pulida a la historia y la tendremos por acá. ¡Gracias por la visita!