Letras: Nicolás Álvarez-Icaza
Fotos: Nicolás Álvarez-Icaza y Melissa Purata
El mar, para aquellos que vivimos en la Ciudad de México, está a varias horas de carretera o un par de horas en avión. Sin embargo, la pregunta latente en la cabeza de Meli y en la mía, casi para cualquier destino es, “¿qué tal si llegamos en nuestras bicis?”. En abril ya habíamos seguido por redes a algunos de nuestros amigos mientras competían en la carrera de ultra ciclismo auto suficiente de Le Tour de Frankie; ver sus historias en Instagram e imaginarnos el mar como destino, no hacía más que aumentar nuestras ganas.
Por desgracia, no teníamos tantos días libres, por lo cual salir de la Ciudad de México no era opción. Preferíamos invertir el tiempo en una exploración por la Sierra Norte de Oaxaca para hacer alguna propuesta de ruta en la región de los Pueblos Mancomunados (que esperamos compartir próximamente). Por esto mismo, Meli y yo pensamos en la mejor manera de llegar rodando a la costa oaxaqueña partiendo de la ciudad de Oaxaca porque siempre se nos ha hecho un buen punto de partida, por sus características culturales, gastronómicas, su belleza y porque mi hermana Lucía y su novio Olaf (el artesano que creó nuestras bicicletas Mohlcajete, por cierto) iban a estar esos días en la ciudad. Además, le tenemos un amor especial a Teotitlán del Valle, a solo 45 min de la ciudad de Oaxaca, el lugar de los y las tejedoras por excelencia y una de las entradas más hermosas a la Sierra Norte de Oaxaca.
La propuesta de ruta que hizo Cass Gilbert en Bikepacking.com para llegar a la costa desde Oaxaca, llamada Oaxaca-Escondida es semi paralela a la nueva autopista hacia Puerto Escondido, y en algún punto se cruza con otra ruta, también propuesta por él, que partiendo de Oaxaca llega a San José del Pacífico.
Para llegar a la costa, pensamos que hacer una mezcla entre ambas rutas nos daría una satisfacción extra al llegar a San José del Pacífico, la puerta de entrada para toda la humedad que viene subiendo del Océano Pacífico, y genera una sierra absolutamente deslumbrante por sus abruptos cambios ecosistémicos debidos a los fuertes gradientes de altitud. Además, esa ruta tenía el potencial de ofrecernos una danza de luces y nubes al atardecer difícil de ver en algún otro lado.
Después de una vuelta preciosa por los Mancomunados que duró algunos días, partimos desde Teotitlán del Valle un día que se pintó de nubes de verano bajo la promesa de una lluvia al atardecer. La ruta de San José del Pacífico la empezamos en sentido inverso, para darle la vuelta a la Sierra por su fachada oriental y alargar un poco el cicloviaje.
En el camino, bastante cerca de Teotitlán, comenzamos a cruzar pueblos, entre ellos San Marcos Tlapazola, que es mundialmente famoso por ser cuna de artesanos y artesanas del barro rojo. En ese lugar hacen un arte impresionante con el barro que extraen de los alrededores del pueblo, caminando con cubetas que a su vez cargan en carretillas. Para generar esas piezas preciosas se necesita un suelo tan arcilloso, que es difícil de remover si primero no se humedece un poco. En temporada de secas, los caminos de la región deben de ser una delicia compactada, seguramente rápidos y más que probablemente se transita de un pueblo a otro en cuestión de minutos, porque los pueblos están muy pegados.
Esa primera noche nos refugiamos de la lluvia en el terreno de una familia que tiene una panadería en el centro de un pueblo llamado San Lucas Quiaviní, muy cerca de Tlapazola. En realidad, los conocimos porque olimos a pan recién horneado cuándo estábamos decidiendo qué hacer con una llovizna que apenas comenzaba. Obviamente nos detuvimos para comprarles un par de piezas de pan que habían horneado horas antes.
Yo creo que la gente nos tiene un poco de lástima en los cicloviajes; como que no se explican porque uno está ahí haciendo el esfuerzo sin mucha necesidad porque nos regalaron dos piezas de pan recién salido del horno y una bebida que nos pareció celestial llamada “chocolateatole”. Además de que probablemente sí damos lástima, la gente que nos ha tocado conocer en nuestros cicloviajes y sobre todo en los ambientes rurales, es muy buena y generosa.
De la panadería nos llevaron a su terreno, a las afueras del pueblo y nos dejaron la libertad de acampar en dónde quisiéramos. En la noche, después de dialogar con las gallinas amas y señoras del terreno, colocamos nuestra tienda de campaña bajo el único techo del lugar. Apenas nos estábamos acomodando para dormir y la llovizna se convirtió en una tormenta de tal fuerza que debajo de nosotros y en pocos minutos se formó un charco de lodo y excremento de gallina.
La historia en realidad tiene muchos detalles. Uno especial es el de Meli haciendo represas con esmero para desviar el agua y así evitar dormir bajo un colchón de lodo. Otro es el de las gallinas despertándonos a las 4 de la mañana con un escándalo teatral en dónde más que gallinas parecían gallos desentonados. El tercer y último detalle especial, es que la lluvia fue de tal magnitud durante la noche, que los caminos amanecieron en condiciones distintas a las que nos imaginábamos.
El país del barro
No por nada se hacen esas artesanías en la región; la arcilla está en todas partes y obviamente también conforma el suelo en los caminos. Esa obviedad nos quedó clara a solo 4 km de haber partido en nuestro segundo día hacia la costa. Es difícil describir la sensación de estar inhabilitados al avance con 15 kg extras de peso por las plastas de arcilla que se acumularon en nuestras llantas, en nuestro cuadro, en nuestras cadenas, en todas partes, ¡barro en todos lados y no podíamos escapar de ahí!, desde el momento en que nos dimos cuenta de que la cosa estaba jodida el objetivo del día se convirtió en buscar la mejor ruta de salida a un lugar menos arcilloso.
A veces, pienso que lo más fácil hubiera sido darnos media vuelta y cambiar el sentido de la ruta en el instante que nos encontramos con el primer charco de arcilla, pero la ilusión de hacer la ruta como la habíamos trazado todavía no nos abandonaba. Además, ¿qué podía pasar por un simple charquito?.
Obviamente (ahora ya todo es obvio, ¿no?), el charquito se convirtió en un continuo de barro, les prometo que era el lugar perfecto para sentarnos a moldear un macetón de tamaño monumental digno de un récord Guinness. Ambos lloramos y reímos en cantidades similares porque no podíamos avanzar ni tres metros sin tener que detenernos a quitar otra vez todas las plastas de barro.
Yo, confieso, perdí mi zen en un momento y le metí una patada a mi llanta trasera con todo el enojo por haberme metido en el enésimo charco con la esperanza de que ése sí era suelo compacto. Como que no fue una gran patada en realidad, porque no nos pasó nada a mí o a mi bicicleta, y al final, acabamos haciendo una carrerita contra la lluvia cargando las bicicletas con pantuflas de barro para salir de ese lugar lo antes posible.
No es una experiencia que recomendamos mucho la de salir a rodar por la región del barro en temporada de lluvias. Mucho menos recomendamos salir a rodar en la región después de una tormenta tropical, después nos enteramos de que el fenómeno meteorológico que estábamos viviendo era precisamente eso. Una vez que ya estábamos lejos de ese lugar, fue maravilloso darnos cuenta de que el barro no es eterno y que, en efecto, cuando uno pedalea, la bicicleta tiene la bella característica de avanzar.
Después del episodio del barro, no sabíamos mucho qué hacer con nuestro cicloviaje. Decidimos descansar en Tlacolula, pues estábamos agotados de empujar, jalar y cargar las bicis durante 4 o 5 horas, y replantear nuestra ruta con la mente en calma. Después de comer, todas las interrogantes se despejaron como por arte de magia; no había duda de que sí queríamos llegar a la costa rodando, aunque en un primer momento renunciamos a la idea de subir a San José del Pacífico.
Al día siguiente el sol se asomó, los caminos se comenzaron a secar y no llovió en todo el día. A decir verdad, nos quedamos un poco traumatizados porque apenas veíamos un charco, nos preparábamos mentalmente y el que iba atrás le preguntaba al otro “¿Es de los charcos traicioneros?”, y el otro contestaba “¡No mira, este tiene un poco de arena!“ Y respirábamos aliviados. Nunca más nos volvimos a encontrar con esos charcos del demonio, perfectos para las artesanías, pero desafortunados para los ciclistas despistados como nosotros.
Después de pasar el pueblo de San Martín Tilcajete, famoso por sus alebrijes, llegamos a un punto de la ruta en donde se podía decidir si avanzar directo hacia la costa o hacer un detour por la sierra. En ese punto ambos nos volteamos a ver y casi como si estuviéramos sugiriendo lo que ya era natural para nosotros nos preguntamos: “¿Y si subimos a San José…?” Ni siquiera lo dudamos, “¡vamos!” Sentimos una descarga de dopamina o algo por el estilo porque jamás en nuestras vidas nos había parecido tan acertada la decisión de subir una sierra, con unos gradientes bastante obscenos, en plena temporada de lluvias, sin tener mucha idea de cómo iban a estar lo caminos, ni mucha idea de nada en realidad. Teníamos las piernas y el espíritu recuperado.
Descansamos en Ejutla, les dimos un poco de amor a las bicis y cenamos una pizza con tanta hambre que nunca 8 rebanadas se habían ido con tanta facilidad hasta el fondo de nuestras barrigas. Al día siguiente proseguimos la marcha, después de un desayuno de mercado, clásico inmejorable en Oaxaca.
Pasamos Miahuatlán, un centro económico de la región que además de que nos dejó sentir su ajetreo, nos permitió degustar un Tejate (que se quedó lejos de nuestro favoritísimo de Teotitlán), comer y repensar lo que nos quedaba del día. Delante de nosotros teníamos las principales subidas a la Sierra, probabilidades de lluvia más que altas y la remota posibilidad de llegar a San José ese mismo día. No sé si el cansancio emborracha, o más bien, ya nos daba igual sentirlo porque sabíamos que si llegábamos a la cumbre, San José estaba a solo 5 kilómetros de carretera y una vez ahí no íbamos a dudar en llegar.
Toda la introducción a la sierra fue muy amena, hasta un pueblo que se llama San Andrés Paxtlán, en dónde comienzan unas rampas que jamás en la vida había visto. No exagero cuando digo que subimos 500 metros verticales en 3 kilómetros y de esos 500 metros, 350 los subimos como en 1.5 km. Rampas de 30-35 % que no se acababan y el peso de las bicis cargadas se sentía de lo lindo en las piernas. Me sentí tan orgulloso de ver a Meli pedaleando en las rampas finales con sus chanclas, porque sus zapatillas se le habían empapado el día de la catástrofe en el lodo, que me puse a gritarle como loco para animarla en medio del cerro, espero no haber asustado a nadie. Prácticamente lo habíamos logrado. La llegada a San José del Pacífico nos regaló un espectáculo de nubes y luces al atardecer tan bello, que los dos estábamos con los ojos llenos de lágrimas. Al menos por ese instante fuimos un par de tontos hermosos.
Nuestra estancia en San José del Pacífico se resume en tres palabras: lluvia, comida y sueño. Después de un día de descanso que, a decir verdad, sentíamos que nos habíamos ganado (no hay que olvidar que ya teníamos la vuelta a los Mancomunados en las piernas), partimos con la promesa de una suave y eterna bajada hasta Puerto Escondido con “algunos repechitos”. A veces, nuestra interpretación de los mapas puede ser muy engañosa. Cuando trazamos el perfil en la aplicación de navegación, se veía todo de bajada y dijimos, -no es nada, ya subimos a San José, no nos van a despeinar esos repechines -. Ahora me da risa, porque cuando nos faltaban como 40 km para llegar a la costa y el GPS decía que llevábamos cerca de 2 mil metros de ascenso acumulado, cuando el día de las subidas a San José habíamos acumulado de subida básicamente lo mismo, dijimos: -lo bueno es que era todo bajada-, otro gran clásico de nuestra vida cicloviajera.
Los caminos hacia la costa nos sorprendieron por la cantidad de incendios que habían dejado cicatrizado el paisaje y por algo que ya esperábamos: los cambios en la vegetación son espectaculares. El Océano Pacífico se escondía detrás de las lomas, hasta que por fin, después de una breve parada en Santa María Colotepec para recargar el espíritu con un helado de mango que nos sorprendió y una última loma, logramos divisarlo. ¡Qué simple! ¡Qué inmenso!, ¡qué azul!. La última vez que tuve esta sensación fue hace ya casi 3 años cuando logramos ver por primera vez el Mar de Cortés en nuestro recorrido por la Baja Divide y yo quedé definitivamente enamorado del sentimiento.
Es raro llegar al destino final aunque haya sido un pequeño cicloviaje, la intensidad hace que se sienta como si lleváramos haciéndolo semanas o meses. La vida a veces va deprisa y regalarnos unos días para agarrar nuestras bicicletas, nuestra tienda de campaña, el resto de las cosas para cicloviajar, escoger una ruta y lanzarnos al camino nos llena de alegría. Saber que podemos restarle importancia al destino y abrirnos a cada uno de los minutos y segundos del dúo camino-paisaje, es un motor de vida importante, o no sé cómo más explicar que, para mí, cicloviajar es como extraer cajitas de tiempo y espacio para hacerlas un poco más nítidas en la memoria.
Qué gran aventura! Y escrito de primera. Me dio hambre la verdad. Ojalá la próxima la publiquen con pruebitas de comida miniaturas. Un mini chocolatole? Si, por favor.
A veces, hay escritos acompañados de fotos que huelen y saben, estamos de acuerdo contigo, leer este maravilloso artículo da hambre. Gracias por pasar a dejar tu comentario y por leer nuestro blog. Saludos -K